Molinuevo, un imán para el gol
Ya nadie de se acuerda de Molinuevo. Nos decimos runners,
invitamos a cerveza a los amigos, repasamos la cuenta de Twitter
sentados en la taza o despotricamos de la banca y sus barandas. Pero de
Molinuevo, ni una palabra. Ni que Molinuevo fuera Bogart, Dickens o Manolete… pero caray, tiene su historia.
El bilbaíno José Luis Molinuevo Martín
nació como muchos en 1917 y, como tantos otros, hubo de escapar a
Francia llegada la puta guerra. Allí se acabó de hornear como
futbolista, de esos de jersey de cuello vuelto y rodilleras.
Guardavallas. Pasó sendas campañas por las filas de los entonces amateur
Club Olympique Perpignanais y el Union des Sports Olympiques
Montpelliérains y ya en 1944 cerró un trato con el Racing Club de París.
Los capitalinos estaban encuadrados en la Primera División Norte
francesa debido a que la Segunda Guerra Mundial tenía al país partido en
dos. El RC París finalizó el torneo de la regularidad en una insulsa
octava posición. Antes, a mitad de campaña y como fuera que el club
ocupaba la última plaza de la Liga Norte, se hizo un esfuerzo para
fichar a varios pieds-noirs procedentes de la liga argelina cuyo
refuerzo resultó decisivo, sobre todo, para que esa temporada 44/45 —la
primera de las tres de Molinuevo en la escuadra parisina—
se llegara a disputar la final de la Copa de Francia contra el Lille
OSC en Colombes. Era el 6 de mayo de 1945, dos fechas antes de que los
alemanes capitularan ante los aliados, y el once del RC lo encabezaba un
español: Molinuevo, Dupuis, Jordan, Salva, Samuel, Jasseron, Heisserer, Ponsetti, Philippot, Bongiorni y Vaast. Dos pieds-noirs,
Philipppot y Ponsetti, ponían un 2-0 al que se sumaría Heisserer para
el 3-0 definitivo. El Racing Club de Paris se alzaba con la Coupe, en su feudo y con un Molinuevo sin mácula en la meta. Merveilleux!
Tras
su exilio francés, en la 47/48, decidió volver a su Bilbao natal para
engrosar las filas del Athletic Club de sus amores pese a que la
portería bilbaína estaba guardada por un excelente guardameta al que no
había quien le sentara en el banquillo. Lezama, el
titular, era uno de esos niños de la guerra a los que habían mandado a
Inglaterra para protegerles del desastre bélico. Cinco años más joven
que Molinuevo, había dejado Southampton tras dos campañas con el team rojiblanco
de las islas e iba camino de ser la leyenda que es hoy en día. Pese a
todo, el deseo de regresar y la pasión por los colores de su infancia
empujaron a Molinuevo a aceptar un reto que se antojaba aparentemente
baldío. Ocurrió que como en aquella época el castigo que sufrían los
guardametas era mucho mayor que el actual, Lezama cayó lesionado en más
de una ocasión y allí estaba el bueno de Molinuevo para tratar de
aprovechar la oportunidad.
La
primera le llegó al comienzo de la liga. El Athletic visitaba Balaídos y
la baja de Raimundo Pérez Lezama puso a Molinuevo en su lugar. El
partido terminó después de que el meta bilbaíno entrara en su propia
portería hasta en cinco ocasiones para recoger el balón (5-1). Pero hubo
una segunda ocasión una semana más tarde. En San Mamés y frente a la
Real Sociedad de San Sebastián. Un lujo de debut ante su parroquia. Ese
28 de septiembre del 47, Molinuevo encajaba tres goles del vecino para
que su equipo volviera a perder, esta vez por 1-3. Para la tercera
jornada, Lezama ya se encontraba en condiciones para disputar el
encuentro y el goleado arquero encontraba acomodo al final del
banquillo. Aún disputaría tres choques más esa campaña con el resultado
de un empate a dos en Oviedo, una victoria por 6-1 en casa frente al
Alcoyano y una sonrojante derrota por 7-1 en Tarragona.
La
temporada 48/49 volvió a brindarle la ocasión de abrir la liga entre
los tres palos. Disputó seis de los diez primeros encuentros de la
competición por los problemas físicos de Lezama. El balance, mísero si
se tiene en cuenta lo que era el Atlético (sic) de Bilbao de la época,
reflejaba tres victorias y otras tantas derrotas para un total de 17
goles recibidos. Mas pese a lo sencillo que resultaba perforar el portal
de Molinuevo, aún restaba por contemplar el redoble final de tambor del
voluntarioso arquero. Se le vería otro ejercicio siendo la sombra de
Lezama, sin llamar la atención. O al menos hasta que arribó la jornada
17.
Un nuevo descanso forzoso del que fuera niño de la guerra le hizo salir entre los once elegidos con el Valencia de Puchades e Igoa como visitante en el Botxo. Los tantos de Venancio y Zarra
concedían ya de inicio un cierto margen para la tranquilidad tanto de
la hinchada como del propio Molinuevo. Para qué. Los che decidieron
percutir sin relajo y colaron seis balones, ni uno más, porque llega un
momento en el que también a los dramas les alcanza su fin. Lo peor no
era tanto el bochornoso 3-6 final, sino que en siete días había que
visitar el Metropolitano colchonero con Lezama aún convaleciente…
29 de enero de 1950. Tres goles de Iriondo, dos de Gainza
y otro más de Telmo Zarra hacían presumir al público local que el 3-6
que mostraba el marcador apenas se habría de mover con siete minutos
para llegar a los 90 reglamentarios. Cómo iban a llegar a suponer don
Joaquín del número dos de la Glorieta de Cuatro Caminos o siquiera el
entusiasta Miguelín, nato en la Costanilla de San Andrés, que durante
los siguientes seis minutos Molinuevo —quién si no— se iba a ver incapaz de impedir que llegaran tres goles más para el abrazo final a seis.
Aquel
Atlético de Madrid se llevó la Liga apenas tres meses después. Aquel
partido fue el último en la carrera de Molinuevo. Aquel 6-6 permanece
como el empate a más goles 63 años después.
P.S: Muchos años más tarde, siendo entrenador del Ensidesa asturiano, algo debió de ver Molinuevo en un tal Enrique
para hacerle debutar siendo un guaje. Aquel chaval no pararía de marcar
goles durante toda una carrera al más alto nivel. Porque si algo se le
quedó grabado a fuego a Molinuevo desde que dejara Francia para volver a
España, ese algo fue su íntima relación con los goleadores. Por eso
acertó al apostar por Enrique, quién mejor que él para detectar el olor a
gol que ya entonces desprendía “Quini”.
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