La derrota de las virtudes frente a los vicios de Robin Friday
Churchill’s era el pub
vertedero por excelencia de Reading en los 70. Ahí solo iba lo peor de
cada casa, los desechos humanos que tenían vetada la entrada en los
demás pubs: los delincuentes, los violentos y los
toxicómanos. La mayoría de su clientela, de hecho, encajaba sin
problemas estos tres apelativos. Su único atractivo y razón de ser era
el hecho de que se pudiera beber alcohol toda la noche hasta que saliera
el sol.
En
medio de la noche, se abren las puertas de par en par y aparece un tipo
alto y desgarbado, de pelo largo, con gabardina y botas de clavos, las
pupilas como platos. Se va al medio de la pista de baile, se quita la
gabardina y debajo de ella está completamente desnudo. Como si nada más
importara, se pone a bailar.
—¿Quién es ese payaso? —pregunta por lo bajo un parroquiano a otro.
—Cuida esa boca, gilipollas. Ese es Robin Friday, el mejor futbolista que he visto en mi vida.
Efectivamente,
Friday fue un auténtico personaje de la noche inglesa. Impredecible
dentro del campo, lo era más todavía fuera del mismo: excéntrico,
borracho, drogadicto, criminal, violento… y aun así, cuando al
prestigioso periodista de la BBC David Coles le encargaron elaborar una lista de los mejores jugadores de la historia, en una lista de 50 en la que figuraban nombres como Pelé, Cruyff, Beckenbauer o Maradona, estaba Robin Friday.
22 años antes del suceso que abre este artículo, en 1952, Robin y su hermano gemelo Tony nacían
en el barrio londinense de Acton. Hijos de una familia obrera de clase
baja, sus vidas estarían profundamente marcadas por sus orígenes.
De
hecho, el primer gran punto de inflexión en su trayectoria profesional y
en su vida vino ya de crío. Robin empezó a destacar en el campo de
fútbol, aunque era además un buen tenista, boxeador, destacaba también
en cricket, era un gran jugador de bolos y un magnífico
dibujante. Sin embargo fue siempre el fútbol la mayor de sus aficiones, y
con 13 años su padre lo apuntó a unas pruebas para jugar en el Chelsea,
que pasó sobradamente. En cualquier caso, ni su juego ni su forma de
ser encajaban con las formalidades de las categorías infantiles en los
equipos profesionales. Tras un año en el Chelsea volvió a jugar en
divisiones inferiores y a los 14 tanto él como su hermano ya empezaban a
jugar con adultos en ligas menores, donde su talento se vería relegado
tantos años a lo largo de su trayectoria.
El segundo gran punto de inflexión vino a los 15 años, cuando Robin empezó a meterse pastillas. Speed,
principalmente. Al mismo tiempo dejó la escuela. Las drogas requieren
dinero, claro, y los estudios no eran compatibles con ganar dinero.
Desgraciadamente, Robin Friday era a su vez incompatible con el trabajo,
de modo que buscó otros modos de conseguir dinero. Empezó a robar, y a
los 16 años ya había sido arrestado las suficientes veces como para
ganarse una estancia entre rejas. Pasó 14 meses en un reformatorio
rodeado de chavales con problemas de drogas, pero no hay mal que por
bien no venga: en el reformatorio tenían un equipo de fútbol, que desde
la llegada de Friday empezó a ganarlo todo.
Al salir del reformatorio se fue a vivir con su novia, Maxine,
una chica de color, algo inaudito para la época, en un contexto social
en el que muchos exigían la vuelta de los inmigrantes a sus respectivos
países. Especialmente en un barrio como Acton, donde el racismo estaba
en auge, pero Robin Friday nunca fue la clase de persona que se preocupa
por lo que los demás piensen. Ni aunque su relación interracial tuviera
un grave peso entre sus círculos sociales: muchos amigos dejaron de
serlo y en una ocasión fueron atacados una noche por un grupo de
fanáticos racistas. Incluso cuando se casaron, con 17 años, el propio
padre de Robin se negó a acudir a la boda.
Coincidió con varios asfaltadores en los equipos en los que jugó como amateur
esa época, primero en el Walthamstow y luego en el Hayes, que lo
introdujeron en el oficio. En una de esas jornadas laborales asfaltando
tejados, la cuerda de una grúa se quedó atascada en el andamio en el que
estaba subido Friday, tirando el andamio entero al suelo y a Robin con
él, que cayó sobre una verja de pinchos con la mala suerte de que uno de
ellos se le metió por el trasero, atravesándole el estómago y
quedándose a un centímetro de perforar un pulmón. Tal era su fortaleza
que consiguió levantarse y sacarse a sí mismo del hierro en el que se
empaló. Lo llevaron a un hospital, donde lo estuvieron operando durante
horas.
Cuando
volvió a jugar, tras tres meses hospitalizado y una corta
rehabilitación, Hayes se enfrentaba a Bristol en la FA Cup. Robin cuajó
un gran partido, y Hayes se hizo con la victoria por 1-0. En la
siguiente ronda se enfrentaban al Reading a domicilio, un equipo muy
superior, ante el que sin embargo pudieron hacer frente terminando el
partido con ambos marcadores a cero. Esa fue la primera vez en que Robin
Friday se encontró con Steve Death, el portero del Reading. Más
que un encuentro fue un encontronazo, en el cual Friday le hizo una
falta tan dolorosa a Death que lo tuvo renqueando el tiempo suficiente
como para que el árbitro lo amonestara por pérdida de tiempo. Fue la
primera y última tarjeta que vio Steve Death en sus 12 años como portero
en el club. Ya en el partido de vuelta, en Hayes, el Reading consiguió
doblegarlos mediante un pírrico 0-1. Robin Friday, sin embargo, estuvo a
un nivel altísimo en la serie, y el técnico del Reading tomó buena
nota: “Quiero a este tal Friday”.
Charlie Hurley
era el entrenador del Reading por aquel entonces. Antaño internacional
con Irlanda en la posición de central, su estilo de juego era sobrio,
incluso rígido, sin alardes ni filigranas. Todo lo contrario de lo que
era Robin Friday. Sin embargo, algo en ese joven insolente lo cautivó, y
eso que mientras más investigaba acerca de él, peor era el panorama:
sus problemas con la justicia, el consumo de drogas, el alcohol… pero
consideró que, mientras rindiera en el campo, bien podía merecer la pena
hacer la vista gorda fuera de él. De modo que echó los prejuicios a la
basura y se hizo con él por 750 libras y un contrato amateur.
Dejaba el Hayes con un imponente total de 46 goles en 67 apariciones
—varias de ellas en un penoso estado etílico—. Llegaba a su nuevo equipo
a finales de enero, con media liga a las espaldas y solo dos victorias,
en la que prometía ser una temporada decepcionante de cabo a rabo para
el Reading.
En
su primer partido con el Reading, con los reservas, compareció tarde,
desaliñado, cubierto de suciedad y con unas botas mugrientas. El único
motivo por el cual sus nuevos compañeros no se mofaron de él es porque
además parecía un tipo peligroso. Pero todo esto dejó de importar cuando
sonó el silbato: puede que su juego posicional estuviera lejos de lo
deseado, y que careciera de fundamentos tácticos, pero pronto quedó
claro para todos los presentes que Robin Friday era el mejor jugador en
el campo. Su técnica era sublime, parecía ver las jugadas antes que
cualquier otro, era valiente como ninguno y daba el 100% en cada jugada.
Tácticamente era indomable: cualquier instrucción táctica que recibiera
se le olvidaba en cuanto pisaba el verde, pero lo suplía con esfuerzo
y, por encima de todo, un talento natural solo comparable con las
grandes estrellas.
Entrenaba
como jugaba: dándolo todo, luchando cada balón, y entrando fuerte. Ya
en su primer entrenamiento con el equipo, Hurley lo tuvo que coger
aparte y decirle “Robin, relájate un momento. Hablemos de lo que estás
haciendo antes de que termines con el resto del equipo”, y a lo largo de
su carrera en Reading lo tuvo que echar del entrenamiento varias veces
por lesionar a sus propios compañeros. Años después, su fisioterapeuta
en Cardiff confesó no haber visto nunca a Robin entrenar, pero podía
hacerse una idea de cómo era por la cola de jugadores que se formaba en
la enfermería tras cada entrenamiento en el que Friday participaba.
Era
imposible convertirlo en una persona presentable. Charlie Hurley tuvo
que pelearse con él para conseguir que llevara traje y corbata para su
presentación en Reading, y aun así lo máximo que consiguió fue que se
pusiera un blazer, que se quitó en cuanto terminó la sesión de fotos para no volvérselo a poner nunca.
Un jueves, con la liga empezando el domingo siguiente, Hurley hizo llamar a Friday a su despacho:
—Estoy pensando en ponerte a jugar el domingo ante el Northampton.
—Mire, jefe: me iré a casa, no beberé, no me pelearé.
—No te vuelvas loco. No me importa que me mientas, pero sí que lo hagas tres veces seguidas.
En el Reading tenían claro que querían rescindir su contrato de amateur
para hacerle un contrato profesional y que pasara a jugar con el primer
equipo. El problema venía por el sueldo: los futbolistas en cuarta
división entonces cobraban una miseria. De hecho, Robin ganaba el doble
como asfaltador de lo que ganaría como futbolista.
Aunque
en cierto modo esto no importaba: Robin Friday nunca parecía tener
dinero, independientemente de su sueldo. El mismo día en que cobraba su
paga semanal, su piso se convertía en un hervidero de gente yendo y viniendo con
pinta cuanto menos sospechosa. Al terminar el día, no tenía un solo
penique. Eso sí: tenía un surtido de drogas inabarcable. En su
apartamento, las paredes estaban completamente pintadas de negro: “No
hay nada peor que estar colocado y mirar extraños patrones en el
empapelado”. Le encantaba la música, y tenía una enorme cantidad de
vinilos, que no dejaba ni siquiera tocar a sus amigos: adoraba a Janis Joplin, Desmond Dekker o Frankie Miller. A todas horas estaba sonando música en su casa, del mismo modo que había mujeres entrando y saliendo.
El tres de febrero de 1974, en su tercer partido como amateur,
Robin marcó su primer gol, un cabezazo fácil con el portero vendido.
“Pensé en bajar el balón con el pecho y meterla de tacón, pero pensé que
sería mejor no mofarme mucho”, declararía tras el partido.
Ese
gol fue la señal definitiva para Hurley, que le ofrecería el contrato
profesional que Friday aceptaría a pesar de las condiciones económicas.
Después de todo, ese era su sueño y no el de asfaltar tejados. En su
primer partido como profesional, en Elm Park, el campo del Reading,
frente al Exeter, Robin marcó dos goles para ayudar a su equipo a vencer
por un cómodo 4-1. El resultado fue lo único cómodo en ese partido,
porque los defensas rivales lo cosieron a patadas, algo que seguirían
haciendo todos los equipos rivales a lo largo de su carrera.
En
la Inglaterra de los 70 el fútbol estaba muy lejos de convertirse en el
brillante fenómeno de masas que es hoy día. Por aquel entonces era un
deporte de la clase obrera, mientras que las clases superiores preferían
el rugby, el tenis o el cricket. Apenas se
televisaban las mejores jugadas de cinco partidos de fútbol a la semana,
no hablemos ya de partidos completos. También andaba muy lejos del
fútbol presente en lo que a violencia se refiere: entonces era un
deporte duro dentro y fuera del campo. Fuera, el fenómeno hooligan
estaba carcomiendo el deporte, protagonizando semana tras semana
vergonzosos actos vandálicos y peleas multitudinarias, en una escalada
de agresividad que culminaría con la exclusión de los equipos ingleses
de las competiciones europeas en 1985. Dentro del campo, las entradas
duras, patadas y codazos se daban y se permitían con una frecuencia hoy
en día inconcebible. Matones vestidos de corto se ganaban la vida a
través de la máxima “que pase el balón o pase el rival, pero nunca ambas
cosas juntas”. Personas que vieron a Robin Friday entonces jugar dicen
que, con las normas de hoy día, el equipo rival habría terminado el
partido con tres o cuatro jugadores menos, expulsados por la cantidad de
golpes que daban sin cesar al prodigio de Acton cada vez que cogía el
balón. Ahora bien, aplicando ese mismo listón, el mismo Robin rara vez
hubiera terminado un partido sin ser expulsado, porque no era la clase
de jugador (ni de persona) que pone la otra mejilla.
Hubo
partidos en los que ya recibía una entrada brutal en el primer balón
que le pasaban. Los rivales iban a cazarlo porque sabían el peligro que
suponía. Con otros delanteros podría funcionar: una patada dolorosa al
principio del partido y ya estarían el resto del tiempo mirando
alrededor asustados cada vez que se les acercara el balón. Pero Robin
Friday no era alguien que se achicara ante una entrada, todo lo
contrario. Respondía a las agresiones y le sobraban recursos: cuando no
respondía con otra dosis de violencia, lo hacía con fútbol, o con las
dos cosas. Le encantaba vacilar a los rivales y jugar con ellos
psicológicamente: les hacía un caño y se reía de ellos en su cara. Se
bajaba los pantalones frente a ellos, les hacía calvos o les hacía el
signo de la V (con el dedo índice y corazón, el equivalente a enseñar el
dedo de en medio en el Reino Unido). No era de extrañar que se llevara
una somanta de palos en cada partido, más que ningún otro jugador,
aunque no se cortaba al devolver las afrentas: en un partido con el
Reading, un rival le propinó una dolorosa patada, que él devolvió. El
árbitro debió conceder más importancia a la segunda que a la primera
porque lo expulsó del partido. Friday estaba tan cabreado que se fue al
vestuario del equipo visitante y se cagó en medio del mismo, a modo de
regalo de bienvenida para cuando los rivales fueran a ducharse tras el
partido.
Nunca
fue un cobarde, es más: nunca usó espinilleras, una elección tan
valiente como peligrosa. Se llevaba más patadas que nadie, pero nunca se
quejaba. Por mucho que le doliera, sencillamente se levantaba y seguía
jugando. Y, si lo consideraba oportuno, las devolvía. Se ganó multitud
de amonestaciones en su carrera, y tuvo que dar la cara ante un tribunal
disciplinario en varias ocasiones. Además presionaba mucho la salida
del balón. De algún modo, pese a su estilo de vida insalubre y a
entrenar menos que cualquier otro jugador, tenía una
condición atlética y una resistencia envidiables, y siempre daba el
100%. Pronto se volvió dolorosamente evidente la diferencia de
rendimiento entre él y sus compañeros.
A
medida que avanzaba su primera temporada en el Reading, el equipo fue
ascendiendo posiciones sin freno. Las únicas dudas que tenían el club y
los seguidores respecto a Robin eran en qué posición estarían si
hubieran contado con él desde el principio de la temporada, y si podrían
retenerlo mucho tiempo antes de que se fuera a otro equipo mejor.
Pronto se creó una horda de incondicionales, y las ventas de entradas
subieron solo por la gente que iba a ver a ese prodigio, ese chaval
salido de un barrio obrero, con pintas de matón, que hacía maravillas
con un balón entre resaca y borrachera.
Si
alguien hubiera tratado de domesticarlo, de refrenar su estilo de vida
salvaje, probablemente su magia se habría esfumado. Hay jugadores especiales que merecen un trato especial, y Robin era sin duda uno de ellos.
El
Reading terminó esa liga en una sorprendente sexta posición, sin duda
gracias al genio de Acton. Ya con la temporada acabada, tras una de
tantas peleas nocturnas en algún antro, Robin fue al hospital a
recuperarse de la paliza, donde descubrió que había jugado los últimos
cuatro partidos de liga con un esguince en el tobillo, al que no
concedió mayor importancia. Un tipo duro.
Pasado
el verano y al empezar la pretemporada, nadie sabía dónde estaba Robin,
hasta que descubrieron que había pasado el verano en una comuna hippie
en Cornwall. Cuando por fin compareció, estaba en un estado lamentable:
tras un verano sin entrenamientos, hinchándose a drogas, sexo salvaje… y
aun así en cuanto echó el balón a rodar era el mejor jugador del
equipo, tres peldaños por encima del resto.
En un partido a domicilio ante el Crystal Palace, en él jugaba ni más ni menos que Terry Venables,
internacional con Inglaterra que estaba jugando en ese club sus últimos
años; posteriormente sería entrenador en el mismo, iniciando una
carrera que lo llevaría unos años después a entrenar al Barcelona y a la
selección inglesa. En cuanto sonó el silbato Robin llevó a cabo su
habitual festival de juego, dejando maravillado al público y por
supuesto a Venables, que se acercó al banquillo rival a preguntar:
“¿Quién cojones es ese tío?”. Intentó hacerse con Friday, pero no pudo
reunir el dinero que el traspaso requería.
Friday
cogió un equipo anodino del montón y lo transformó. Aficionados de
otras ciudades viajaban a Reading solo para ver a ese fenómeno con
aspecto y aura de estrella del rock. Precisamente su imagen le
trajo problemas en numerosas ocasiones. En un partido, apareció un
futbolista rival tirado en el suelo cuando el balón estaba en el otro
extremo del campo. Cerca de él, sospechosamente, estaba Robin Friday. Al
descanso su entrenador le preguntó qué cojones había pasado, a lo que
respondió: “Me ha llamado gitano”.
En
un partido ante el Rochdale, luchando por el ascenso, Robin logró un
gol en el último minuto para hacerse con la victoria. Fue corriendo
hacia un agente de policía que, apático, controlaba la gradería. Le
quitó el casco, le cogió la cara con ambas manos y lo besó en la frente,
ante el júbilo y el jolgorio generales. “El policía parecía tan frío y
aburrido que decidí alegrarlo un poco”.
Tenía la entrada vetada a multitud de sitios. Más de diez veces lo echaron del Boar’s Head, un viejo pub
en Reading demolido hace unos diez años, por motivos como “hacer el
elefante”, que era como Robin llamaba a darle la vuelta a sus bolsillos
vacíos y sacar la polla por la bragueta. Aunque los altercados con la
policía estaban a la orden del día, solía salir bien parado. Hurley era
un tipo listo y se aseguraba de que el jefe de policía tuviera siempre
un buen lugar reservado sin coste alguno, con tal de que tuviera algo de
manga ancha con sus chicos. Además, muchos agentes eran admiradores de
Friday.
Varios
de sus compañeros no veían con buenos ojos que a Friday se le
permitiera ausentarse de los entrenamientos, ignorar las charlas
tácticas o presentarse a los partidos justo antes de su inicio, aunque
era imposible no perdonárselo porque además de ser carismático, cuando
llegaba la acción de verdad, estaba tan preparado como cualquiera, y no
había un solo partido en el que no diera el 100%, por mucho que fuera
cosido a patadas por los rivales. Cualquiera que fuera la lesión, él
siempre quería jugar los partidos, y aunque el fisioterapeuta o el
entrenador tuvieran sus dudas, él no las tenía: Fuck them, boss, I’ll be all right.
Tras
los partidos, varios jugadores salían a echar unas cervezas; uno de sus
locales favoritos era el Top Rank, una sala de música que contaba con
un gallinero en el segundo piso desde el cual se podía ver el piso
inferior. En repetidas ocasiones Robin y Gary Peters, un joven
defensa y compañero tanto de equipo como de farras, se subían a lo alto
del palco, se cogían de las manos y saltaban a la pista de baile, unos
cinco metros más abajo, jugándose el físico alegremente sin que les
importara un comino el hecho de que ambos fueran futbolistas
profesionales.
Solía
aparecer con un moratón en el ojo o la nariz hinchada, dada su
propensión a los antros nocturnos y las peleas que los adornan. En una
ocasión se presentó a un partido con la cara destrozada, como si hubiera
recibido una paliza. “Mi señora me ha golpeado con una lata de judías”
fue toda su explicación. Teniendo en cuenta el séquito de mujeres que lo
acompañaba dondequiera que fuese, no era de extrañar.
En
el autobús, de vuelta tras los partidos en campo ajeno, Robin se
sentaba en la parte trasera con las demás perlas del equipo: Gary
Peters, Eamon Dunphy, John Murray… y empezaban a rodar los
porros y las pastillas. En uno de esos trayectos Robin pidió parar para
vaciar la vejiga. El autobús se detuvo cerca de un cementerio, y junto a
Dunphy saltó la pared del mismo y volvió con dos ángeles de piedra, con
la firme intención de ponerlos junto a Frank Waller, el
presidente del club, que dormía plácidamente en el autobús.
Afortunadamente fue interceptado por Hurley, que le dijo “Nunca debes
profanar una tumba porque quienquiera que esté ahí abajo te perseguirá
el resto de tu vida”. De algún modo, la amenaza causó efecto, así que
Robin se disculpó y volvió a dejar los ángeles en su sitio.
Esa
fue su segunda temporada en el Reading, la primera completa, y el
equipo se quedó a las puertas del ascenso. Robin Friday fue el máximo
anotador del equipo, con 20 goles a pesar de las múltiples sanciones
disciplinarias, y fue elegido el mejor jugador del año.
Ese
verano, como era de costumbre, desapareció de la luz de los focos para
sumergirse en los sumideros de la noche londinense y dejarse llevar por
el flujo de drogas, sexo y música, todo ello al máximo volumen posible.
Su
tercera temporada empezó con el equipo funcionando como un rodillo y
Robin gozando de sus mejores días dentro del verde, y las circunstancias
habituales fuera de él: altercados con la policía, bacanales, peleas en
antros de mala muerte… Llegó una oferta del Cardiff City por Friday de
60.000£, una cantidad inaudita para un equipo de tercera división y con
la que Hurley podría haber rehecho la plantilla del Reading, pero la
rechazó.
Clive Thomas era
un árbitro de primera categoría, que arbitró partidos en Copas del
Mundo y Eurocopas. Cuando le encargaron pitar en un encuentro entre el
Reading y el Tranmere el 31 de marzo de 1976, poco imaginaba que un
partido intrascendente de cuarta división fuera a convertirse en un día
inolvidable para él. Un balón lanzado hacia arriba encontró a Friday en
la esquina izquierda del área rival, de espaldas a la portería. Saltó
para recibir con el pecho y cuando volvió a pisar el suelo, con el balón
aún a la altura de su cabeza, asestó una volea durísima, todavía de
espaldas a la portería, que pasó por encima de su hombro y entró como un
misil por la escuadra, imposible para el portero.
En
ese momento, Thomas, un árbitro con fama de duro e imperturbable, se
llevó las manos a la cabeza. No podía dar crédito. Se puso a aplaudir.
Un hombre que ha visto jugar en vivo a Cruyff o Pelé quedó conmocionado
con la calidad de un politoxicómano descalichado de cuarta división.
Tanto fue así que al finalizar el partido fue a hablar con Robin
personalmente y le dijo que era el mejor gol que había visto en su vida,
a lo que el otro contestó: “¿De veras? Deberías venir por aquí más a
menudo. Lo hago todas las semanas”.
Esa
temporada culminó con el ascenso del Reading a tercera división, y el
nombramiento de Robin Friday como mejor jugador de la liga por segundo
año consecutivo. Pese a algún rifirrafe con el club, terminaría
renovando tras la insistencia de Charlie Hurley.
Con el dinero del nuevo contrato se casó por segunda vez, ahora con una universitaria de Reading, Liza Deimel.
Invitó a más de 200 personas, incluidas las cámaras de la prensa, que
no lo intimidaron a la hora de subir las escaleras de la iglesia con su
camisa atigrada, traje de terciopelo marrón y botas de piel de
serpiente, y liarse un porro enfrente mismo de las puertas del templo y a
la vista de todos. Los canutos empezaron a rodar y el inicio de la
ceremonia no supuso ningún cambio: pronto el humo del cannabis empezó a
flotar dentro de la iglesia y la congregación empezó a reír
histéricamente. A la salida, Robin empezó a distribuir porros a todos
los presentes, desde los críos hasta las viejecitas, y a la hora de
comer todo el mundo iba tan colocado que eso ya no parecía en modo
alguno una boda: las ancianas se levantaban las faldas y se las embutían
dentro de las bragas mientras daban saltos por doquier, estallaron las
peleas entre los invitados e incluso hubo quien robó los regalos de
boda, en un dantesco festival psicotrópico.
Ese
verano para Friday no sería mucho más relajado que esa boda, y al
volver al equipo estaba en peor estado que nunca: físicamente era un
despojo y su asma estaba por las nubes, pero aun así cuando empezó la
temporada fue de inmediato el mejor jugador del equipo, y sus goles
elevaron al Reading hasta una posición tranquila en la tabla. Sin
embargo, su figura se volvía más y más problemática: desaparecía durante
tres o cuatro días sin ir a entrenar, sus juergas eran cada vez más
salvajes y su juego, pese a seguir siendo deslumbrante, empezaba a
mostrar malos síntomas en forma de controles torpes, malas elecciones,
reacciones lentas. Los demás jugadores, que trabajaban duro, eran cada
vez más críticos con el trato de preferencia que recibía Friday.
Cualquier intento por parte de sus compañeros o el equipo técnico por
amansarlo estaba abocado al fracaso antes incluso de empezar, y Hurley
se fue haciendo a la idea de que deberían traspasarlo cuanto antes para
evitar que el efecto negativo de Friday sobre la moral del equipo
empeorara hasta un punto insostenible para todos.
Robin
Friday era un talento excepcional, cuyo traspaso se habría pagado a un
precio descomunal de no ser porque sus circunstancias eran también
excepcionales. De todos modos nadie en Reading creía que fuera a ser
vendido por menos de 50.000£. Sin embargo la fama de Friday había
trascendido y cuando llegó una oferta desde Cardiff City, un equipo de
segunda división, por 30.000£, la mitad de lo que habían ofrecido el año
anterior, Hurley la aceptó.
Tras
el traspaso, Charlie Hurley recibió una enorme cantidad de críticas por
parte de los seguidores, que llegaron incluso a dejar de seguir al
equipo, y de hecho el número de entradas vendidas disminuyó tras la
marcha del genio londinense. Sin embargo, Hurley nunca quiso decir el
motivo del bajo precio por no estropear la carrera de Robin. En aquel
momento, todavía poca gente ajena al club conocía el motivo del errático
comportamiento de Friday.
Jimmy Andrews
era el entrenador del Cardiff por entonces y había visto a Robin en
acción varias veces, quedando maravillado, y no terminaba de creerse que
realmente se hubiera hecho con él por un precio tan bajo. Creía poder
desbravar al genial delantero y convertirlo en el jugador que por su
potencial merecía ser.
Su
llegada a Cardiff, sin embargo, sería sintomática: nada más poner el
pie en el andén de la estación de tren, fue arrestado por haber viajado
sin billete. El club recibió una llamada de la policía; decía que habían
arrestado a un chaval que decía ser la nueva estrella del equipo, y que
hicieran el favor de pasar a recogerlo.
Cuando
por fin lo llevaron hasta el campo donde sus nuevos compañeros estaban
entrenando, estos no dieron crédito a lo que vieron: un tipo de aspecto
sucio, criminal y peligroso. Algunos de ellos ya habían tenido el dudoso
placer de conocerlo: al volver de un partido, el autobús del Cardiff
City coincidió entre el tráfico con el del Reading. Los jugadores
empezaron a hacerse gestos despectivos de un autobús al otro mientras
reían, y Friday aprovechó un parón para bajar del autobús y subirse a un
taxi que había parado entre el tráfico. Una vez dentro, se bajó los
pantalones, sacó su trasero por la ventanilla trasera del taxi y le hizo
un vistoso calvo al autobús del Cardiff. El semáforo se puso en verde y
el coche salió disparado, y hasta que lo perdieron de vista el culo de
Friday seguía asomado por la ventanilla trasera, dando brincos. Los dos
autobuses al completo estaban desternillándose.
Su
debut en Cardiff fue un día de Año Nuevo ante el Fulham, un equipo que
se las había apañado para juntar a dos estrellas en la fase final de sus
carreras: Bobby Moore, defensor y campeón con Inglaterra en la Copa del Mundo de 1966, y George Best, uno de los futbolistas con el mayor talento de la historia, que sin embargo desestimó en favor de una vida de sexo, drogas y rock and roll; una historia con muchas similitudes con la de Robin Friday.
Lamentablemente,
Robin no quiso perderse Nochevieja, y fue visto bailando sobre una mesa
en el Boar’s Head hasta bien entrada la noche. Cuando el dueño del
local llamó al sentido común, diciéndole que al día siguiente debía
viajar hasta Cardiff y jugar un partido de fútbol, Robin accedió a irse a
casa, aunque no sin llevarse antes 12 botellas de Colt 45 (su cerveza
favorita, una lager de sabor fuerte y ocho grados) para seguir bebiendo en casa.
El
estadio de Cardiff se llenó para ver a las estrellas del Fulham, y la
decepción fue mayúscula cuando se anunció que Best no iba a jugar. No
obstante, la decepción se esfumó cuando Friday desató su magia,
transformándose instantáneamente en el nuevo ídolo local sin mostrar
signo alguno de cansancio y menos aún de resaca. Cardiff ganó
cómodamente a través de un 3-0, con dos goles firmados por Friday, que
volvió loco a todo un Bobby Moore en una actuación memorable.
A
pesar de su fantástico debut, su estancia en Cardiff fue como mínimo
accidentada. A las tres semanas de llegar le partieron un pómulo en
pleno partido. Empezó a llegar tarde a los partidos y a faltar a los
entrenamientos. Cada vez se metía más droga y bebía más alcohol, y
aunque su rendimiento en los partidos seguía siendo asombroso, en su
nuevo equipo ya pocos ignoraban lo que Friday hacía cada vez que
abandonaba las instalaciones. En abril jugó uno de sus partidos más
idiosincráticos: pasada media hora de partido, Robin entró duro al
portero rival, Milija Aleksic, luchando por un balón y el árbitro
concedió falta. El delantero le tendió la mano al portero para ayudarlo
a levantarse pero este lo rechazó y lo insultó airadamente. A los pocos
segundos de poner el balón en juego, Robin recuperó la posesión para su
equipo, avanzó unos metros y soltó un disparo seco que venció al
guardameta, al que dedicó dos dedos. No debió sentarle nada bien porque
ya en la segunda parte Friday tuvo que abandonar el partido tras una
entrada criminal de Aleksic, y por si esto fuera poco sería sancionado
tras el encuentro con dos partidos de suspensión por su seña al portero,
una imagen que posteriormente usaría la banda de Cardiff Super Furry Animals para la portada de su disco The man don’t give a fuck. Como nota curiosa, la canción homónima es la segunda canción que más veces incluye la palabra fuck, después de la expeditiva “Fuck the world”, del dueto hiphopero Insane Clown Posse.
Al
finalizar la temporada, en la cual el Cardiff City logró la permanencia
en la última jornada, Robin, como de costumbre, desapareció todo el
verano. Cuando empezó la pretemporada y no se presentó a entrenar, no
sorprendió a nadie. Sin embargo, pocos esperaban que estuviera
hospitalizado, víctima de disentería. Vomitaba todo lo que comía, se
sentía débil, le dolía todo y lo que era peor, no respondía al
tratamiento.
Contra
todo pronóstico, unos días después y sin preaviso, Robin compareció
para entrenar, en un estado físico asombrosamente envidiable, aunque su
comportamiento se volvió cada vez más errático e impredecible. En un
viaje con el equipo, apareció con un cisne bajo el brazo, que había
cogido de los alrededores del hotel en el que se alojaban. En otro
hotel, lo encontraron haciendo destrozos en medio de la noche,
enloquecido. Paralelamente, sus apariciones en el campo eran cada vez
más conflictivas. Se había ganado ya una reputación y los árbitros lo
tenían en el punto de mira antes incluso de empezar los partidos. Los
rivales, conocedores de esto y de su calidad, lo provocaban
continuamente, haciéndole faltas durísimas, golpeándolo cuando el balón
estaba lejos, insultándolo… todo buscando que en algún momento Friday
perdiera la cabeza, contraatacara, el árbitro lo viera y lo expulsara
del partido.
En una visita a Brighton, Robin se topó con Mark Lawrenson,
un clásico defensa de la época, sin ningún tipo de escrúpulos y la
violencia como bandera. Le hizo alguna entrada con ánimo de hacer daño y
Robin le dio un aviso. Pero al siguiente balón que le llegó, Lawrenson
se lanzó de nuevo al suelo buscando las piernas de Friday. Robin, que lo
estaba esperando, evitó la entrada y aprovechando que el rival yacía en
el suelo frente a él, le propinó una patada en la cara. Fue expulsado,
por supuesto. Para cuando sonó el silbato al final del partido, Robin ya
había desaparecido. Ese fue su último partido con el Cardiff City, y
también su último partido como futbolista profesional. Era el 30 de
octubre de 1977 y Robin solo tenía 25 años.
Al poco de este incidente, al nuevo entrenador del Reading, Maurice Evans,
le llegó una petición firmada por más de 3000 aficionados, reclamando
la vuelta al club de Robin Friday. Evans se puso en contacto con el
delantero:
— Robin, si te asentaras un poco durante tres o cuatro años, podrías llegar a jugar con Inglaterra.
— ¿Cuántos años tienes?
— 41, ¿por qué?
— Yo tengo la mitad y sin embargo he vivido el doble que tú.
— Eso bien puede ser cierto.
Y
así es como Robin Friday selló su billete sin retorno hacia la
autodestrucción. Metido en el Londres más sórdido hasta las cejas, su
vida siguió desmoronándose, como no podía ser de otro modo. Su
matrimonio se consumió definitivamente, y se divorció al final de ese
año. Pronto seguiría un tercer matrimonio, y un tercer divorcio. En 1980
fue encarcelado por fingir ser un policía y robarle las drogas a sus
incautas víctimas. Delitos aparte, malvivía trabajando esporádicamente
como asfaltador en los puestos que su hermano le iba encontrando, aunque
nunca conservaba los trabajos. La hierba o el ácido ya no le producían
ningún tipo de efecto, y se dejó caer en los cálidos brazos de la
heroína. Dormía en casa de sus padres o de su hermano, aunque a menudo
pasaba varias noches desaparecido, y su aspecto era cada vez más
deplorable. Pasaron más de diez años en los que Robin se hundía más y
más en su propia miseria, hasta que el inevitable final llegó en Navidad
de 1990, cuando lo encontraron muerto por sobredosis de heroína.
Su
funeral fue multitudinario. Aparecieron cientos de personas: antiguos
compañeros de equipo, entrenadores, amigos, admiradores… recordaron las
anécdotas con las que Robin había salpicado y alegrado sus vidas, sus
increíble ingenio con un balón, y en todos los círculos había lugar para
la risa.
Si hay algo que todo el mundo que lo conoció afirma sin tapujos es que, tras su imagen de estrella del rock,
su aspecto desaliñado, su tendencia a las peleas, a las drogas, a las
bebidas, su incorregible infidelidad y su incapacidad, en definitiva,
para llevar una vida sana o cauta, tenía un gran corazón. En el genial
libro escrito por el periodista y escritor Paolo Hewitt y el exbajista de Oasis, Paul McGuigan, The greatest footballer you never saw,
los autores destacan que, de todas las personas que entrevistaron para
hacer el libro, ninguna de ellas tenía una mala opinión de Robin como
persona. Como profesional, sin duda, pero nunca a nivel personal.
Los
fantasmas que tenía dentro y quiso matar con el abuso de las drogas
nadie los conoce a ciencia cierta, pero no cabe duda de que, de haber
conseguido apaciguarlos, habría llegado a lo más alto del fútbol
mundial. Puede que su destino estuviera predeterminado por su clase
social, o puede que lo estuviera por su voluntad de vivir al límite cada
día de su vida. Robin Friday desestimó sus virtudes en favor de sus
vicios, y no se arrepintió jamás, aunque eso limitara su carrera a
categorías indignas para alguien de su calidad. Ahí reside la magia de
su figura, en cierto modo: la del futbolista cuya genialidad no
corresponde al número de privilegiados que pudieron disfrutarla en
primera persona. No hay vídeos de YouTube con sus mejores jugadas, ni
podemos encontrar partidos suyos en las videotecas en blanco y negro de
cuando el fútbol era todavía un deporte mezquino. Como reza el libro de
Hewitt y Guigsy, Robin Friday es el mejor jugador que nunca vimos.
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